Era cerca de las siete y treinta por la mañana, el frío conspiraba para todos los ciudadanos, aunque era verano, el día se presentó raro, nada fuera de lo común para quienes vivimos en Lima y sabemos que la ciudad tiene mal carácter, a veces habla bien o mal, más mal que bien, sin embargo no me voy a la lluvia, sino a un repentino encuentro.
Llegando, café en vaso en mi mano diestra y un cigarro en la siniestra, le vi pasar como pasan los siglos en los humanos, como pasan los años en el universo, de pronto me olvidé de que el cigarro se consumía y que quemaría mis dedos, mi mandíbula descolgada, labios entre abiertos, como queriendo besarle desde lejos, una figura pequeña, cruzó ante mi y mi mirada decaída y soslayada, no vi bien que era. Pasó mientras contaba pequeñísimas piedras en el suelo tan sólo alcancé a ver el fin de una falda, correr y pasar jalada por una dueña que tenía algo de mítico, y mucho de sensibilidad. Esforcé levantar mi vista, le alcancé a ver cuando ya doblaba para ponerse a buen recaudo, sin presentir quien era y como era.
Me quedé en el mismo lugar donde le avizoré por primera vez, tumbado sobre el suelo. No pasó mucho tiempo, y regresó por donde se fue. Pura, de ojos negros titilantes, labios que se confundían con sus rizos, un cuello pálido que dejaba ver unos surcos verdes los cuales le mantenían con vida, una escultura perfecta, vestimenta acorde y sencillez humana. Pasó a pocos metros de mi, traté que nuestras miradas se crucen, pero ella no miró abajo, pasó emanando dulzura y olor a un cuerpo limpio y reservado.
Me sentí como un mendigo, ciego y torpe, que había visto algo fuera de lo común, endiosado. Desde allí todo lo que me acompañaba cada día fue diferente, dejé de fumar pues creí que esa delgadez se quebraría con el simple toser a causa del humo. No supe su nombre sino hasta que un acto lúdico hizo que crucemos miradas y voces. De mi parte un amor empedernido, clavado en mi hasta las uñas, sin saber por qué y comprendí en parte cuando me dijo su nombre, escuché su voz pausada y temblorosa, que mal se mezclaba con la mía. Yo que soy tímido, osé preguntarle si ella lo era, me dijo sin remedio un sí dudoso, al instante pregunté, tu voz es suave, denota mucho y después me perdí, no supe qué más decir, perdiendo la oportunidad de obtener respuesta que emane de esos labios perfectos, delineados con la mayor delicadeza que pareciera no ser terrestre tal pureza, no me imagino más que miel de esos labios, dulce al igual que todo su anatomía, por ella que canté canciones que hace tiempo no sentía tan románticas.
Caminaba atento a ella, si me levantase la mano o fijase su mirada en mi y yo en ella, verle al final de la rutina era difícil, tomábamos rutas distintas y siempre salía como si el diablo se la llevara, veloz, a veces sin despedirse. Sin embargo la única vez que le tuve cerca rechacé acompañarle y me fui sin voltear. Cómo se iba con su chompa tejida roja, sus zapatos femeninos que dejaban ver en esplendor sus tobillos, sus piernas forradas de su piel blanca que se tornaba porcelana, no volteé y eso me dolió, me jodió, pues fue mi única oportunidad, allí supe que le quería, pero que fui cobarde, sin saber que días después como si hubiera regresado a su mundo, fuera de esta imperfección, desapareció sin hablar, sin darse a notar, tan sólo le extrañé, le extraño y no me basta hablarle por un aparato sin afecto. Espero tumbado en el suelo, sin cigarro, te agradezco.
Edwin André. 25/06/2010.